En tío Bernardo y su armadura


El tío Bernardo era el hermano de mi abuela Mercedes. Éste, como mi abuela, recibió los cuartos que le correspondieron de la herencia de la tía la Rica. Siempre fue así reconocida en mi familia la referida tía de mi abuela. La tía se apodó como la Rica cuando se desposó con uno de los adinerados y rentistas de Granada, se decía que casi la mitad de las casas de la calle San Matías eran de su propiedad, nunca supe si era una exageración propia de quienes siempre fueron muy humildes y que lo más cerca que estuvieron de la opulencia era cuando visitaban a la tía la Rica. Como ésta no tuvo descendencia a su tránsito a mejor vida, sus sobrinos carnales se convirtieron en propietarios. La tía Joaquina compró con la heredad una casa en la plaza de Carvajales, la tía María la del Coliche una casa en el barrio de San Lázaro, aunque poco duró tal riqueza en la casa del pobre, ya que por mor de una bomba de los nacionales durante la guerra fratricida, la casa saltó por los aires, mi abuela se hizo con sus buenas casas en el Pilar Seco y el camino de San Nicolás. Y el tío Bernardo la compró en el barrio del Realejo, en la calle Azacayuela Baja, muy cerca de las torres Bermejas, otrora la puerta que comunicaba el complejo alhambreño con el arrabal judio asentado en la colina del Realejo. Y también adyacente al recoleto enclave del lavadero de la Puerta del Sol. 

El tío Bernardo a pesar de su edad conservaba un buen porte, enviudó y vivía en su casa junto a la soledad como única compañera. Su fama de galán le precedía, algún que otro requiebro acompañado de piropo aun ejercía. De profesión era cocinero y desempeñaba tal quehacer en la cocina del colegio mayor San Bartolomé y Santiago sito en la calle San Jerónimo. Quizás por ello en su casa no faltaban las más ricas viandas, cosa que no era cuestión menor en aquella época de escasez, miseria y hambres. Una vez por semana mi madre acudía a su casa para hacer las faenas de limpieza, no estaba bien visto que el tío Bernardo cogiera la escoba y el traposuelo, no era tarea de hombres tal quehacer. Mi madre a la voz de Miguelín me espetaba para que le acompañara a la casa del tío Bernardo, más tarde comprendí la necesidad de mi compañía. Mi padre sabedor de como le tiraban las faldas al tío Bernardo, a pesar de su edad, no consentía que mi madre fuera sola a visitarlo, mi abuela, a pesar de que tratara de su hermano, era del mismo parecer. Mi madre no cejaba en su empeño de que sus hijos no pasaran hambre y por eso acudía a faenar en la limpieza de la casa del tío Bernardo, pues obtenía como recompensa un hatillo con algunas de las viandas de las que el tío Bernardo hacía acopio de las despensas del colegio mayor. Mientras que mi madre faenaba yo recorría la casa y observaba muchos de los enseres con los que el tío Bernardo arrambló de poco a poco de la casa de la tía la Rica. A cada visita que cursaba a su tía, el tío Bernardo se aprovechaba que ésta estaba postrada en la cama y que ya poco regía, para ir distrayendo de la casa todo tipo de mobiliario y enseres. Los mismos que el resto de sobrinos echaron de menos cuando se produjo el reparto de la herencia.

En todas las familias siempre hay alguien que actúa sin escrúpulos porque nunca queda ahíto de pertenencias y se siente impelido a acaparar. Se alejan de las enseñanzas de la escuela cínica de filosofía, aquella que señala que en la vida lo único que tiene sentido es lo esencial, y todo lo que no lo sea, lo señala como superfluo. Así su máximo representante, Diógenes de Sinope, solo tenía una única pertenencia, una escudilla que usaba para comer, de la que se desprendió al comprender que tampoco le era necesaria cuando observó cómo un niño juntaba y ahuecaba las manos para beber agua de una fuente. El tío Bernardo nunca fue un émulo de Diógenes, no se conformó en distraer enseres de la casa de la tía la Rica, también se quedó con las escrituras de un panteón familiar que la tía tenía en el cementerio municipal de San José, en la parte prominente de uno de los patios centrales. Hasta tal punto lo hizo suyo, que él disponía de quién podía ser inhumado en el mismo. Mi tía Maruja apeló a la magnanimidad del tío Bernardo cuando murió mi primo Pepito siendo aun infante, para que consintiera que allí durmiera el querubín el sueño eterno. 

De todas las pertenencias distraídas por el tío Bernardo la que más despertaba mi interés era la armadura completa que presidía el gabinete de la entrada de su casa. La armadura tenía un natural encaje en la lujosa casa de la tía la Rica, en la casa del tío Bernardo su presencia era una pura estridencia. Una sensación ambivalente me embargaba cuando me situaba frente a ella, de un lado, la curiosidad y mi imaginación me permitían ver al héroe de los tebeos del Guerrero del Antifaz y de otro, el miedo de sentir que tras el yelmo se escondieran los ojos de un espectro fantasmal. 

Con el hatillo de manjares que mi madre guardaba en el cesto y con la moneda de diez reales que el tío Bernardo me dio, enfilábamos hacia la calle Aire Alta y a través de ésta desembocábamos en Plaza nueva y por la Calderería Vieja camino de la Mancha Chica, antes la parada obligatoria en el Vesubio, donde empleaba parte de los diez reales en un cartucho de caramelos y el resto iba a parar a mi alcancía. Aquel día comíamos papas en bicicleta, mi madre no tenía tiempo para más.

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