Carmen albayzinero


Espacio cerrado al exterior, cercado con tapias blanqueadas y con vegetación frondosa. Así son los cármenes que en Granada se asientan sobre las colinas del Albayzín y del Realejo. La etimología sitúa su origen en época nazarí procedente de la voz arábigo-hispana karm, cuyo significado es viña. El Carmen siempre conjugó zonas de jardín y de huerto en las que las fuentes tranquilas y las albercas encontraban necesario acomodo. El carmen primero andalusí y luego morisco representó todo un tratado de aprovechamiento ecológico. En sus arriates se solía plantar romero, suponía esta hierba leñosa un insecticida natural, que junto a las macetas de albahaca y el limonero ponían freno a los mosquitos, el azulillo de zócalos y tiestos de macetas por su composición química también ayudaba al propósito de repeler los insectos, en todos los cármenes o patios había una fuente o un pozo y muy cerca de ésta dejaba su sombra un granado, un acerolo o un almezo. Y en todo el conjunto no hay nada que resulte baladí, nada resulta espurio en la perfecta combinación de la vegetación que se halla en un carmen morisco. El peculiar fruto de los árboles alimenta a los pájaros y evita de paso que acechen otras plantas y el huerto, beben del agua de la fuente y además aportan su canto y su trino a la tranquilidad sonora del ambiente. Se ahuyenta lo ingrato y se atrae lo beneficioso, ese es el equilibro de la naturaleza que un carmen no solo se respeta, sino que además es su filosofía e inspiración porque la muerte de animales no se contempla como una solución sino como problema. Quien cuida el carmen maneja con esmero las claves del equilibrio sereno que le confieren belleza tranquilidad remansada y armonía.

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Leyenda: el viejo de la Alberzana


Había una vez, en el barrio morisco del Albayzín, un anciano piadoso y solidario que se llamaba Said. Durante varias noches, Said soñó que abandonaba el barrio en dirección de la alcazaba alhambreña y llegaba a uno de los cuatro puentes del río Darro.

Soñó que, a un lado del río, y debajo del puente, se hallaba un frondoso árbol. Soñó que él mismo cavaba un pozo al lado del árbol y que de ese pozo sacaba un tesoro que le traía bienestar y tranquilidad para toda la vida.

Al principio, Said no le dio importancia. Pero cuando el sueño se repitió durante varias semanas, interpretó que era un mensaje y decidió que no podía desoír esa información que le llegaba de Alá, o de no sabía dónde, mientras dormía.

Así que, fiel a su intuición, cargó su mula para el visionario destino y partió hacia el referido río.

Después de sinuoso y cansina marcha, el anciano llegó al río Darro y se dedicó a buscar el puente sobre el río en las afueras del Albayzín y en dirección de la Alhambra.

No había muchos puentes en el río, así que rápidamente encontró el lugar que buscaba. Todo era igual que en su sueño: el río, el puente Cabrera y, a un lado del río, el árbol debajo del que debía cavar.

Sólo había un detalle que no había aparecido en su sueño: el puente era custodiado día y noche por un soldado de la guardia Alhambreña.

Said no se atrevía a cavar mientras el soldado estuviera allí, así que acampó cerca del puente y esperó. La segunda noche, el soldado empezó a sospechar de aquel hombre que acampaba cerca de su puente, así que se aproximó para interrogarle.

El viejo no encontró razón para mentirle. Por eso le contó que había llegado desde el barrio morisco del Albayzín desde la lejana zona de la Alberzana junto a la muralla Sirí porque había soñado que en el río Darro, bajo un puente como aquél, había un tesoro enterrado.

El guardia empezó a reírse a carcajadas.

-Has viajado mucho por una estupidez le dijo–. Desde hace tres años, yo sueño todas las noches que en el barrio morisco del Albayzín, debajo de la cocina de un viejo loco llamado Said, hay un tesoro enterrado. ¡Ja, ja, ja! ¿Crees que yo debería ir al Albayzín a buscar a ese Said y cavar bajo su cocina? ¡Ja, ja, ja! Said dio amablemente las gracias al guardia y regresó a su casa.

Al llegar, cavó un pozo bajo su cocina y encontró el tesoro que siempre había estado allí enterrado.

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La casa del Gato


Los hechos reales en muchas ocasiones se transforman y recrean con el devenir del tiempo dando lugar a muchas de las leyendas que jalonan cada enclave y paraje del Albayzín. Así sucede con un hecho singular que conecta el callejón del Gato con la Real Chancillería. Dramático suceso que tiene sus antecedentes en un matrimonio con edad muy dispar que montó su hogar en la que con el tiempo fue conocida como casa del Gato. En cuyos bajos se instaló la botica más antigua de Granada. Ella joven, muy zalamera y suelta de cascos. Él, receptor y funcionario de la Real Chancillería que pintaba canas en su madurez. Ambos como digo fueron protagonistas del dramático suceso en el que entreveradamente se mezcla la realidad con la leyenda.

Mientras que su marido empleaba su tiempo entregado a los legajos judiciales y atendiendo las demandas del alcaide de crimen para el que trabajaba. Ella muy casquivana, se acicalaba y mostraba su lozanía en el balcón de la referida casa que hacía esquina con la plaza de San Gregorio y un pequeño callejón que desembocaba en la Cuesta Marañas. El azar quiso que entre los quiebros y requiebros que ésta mantenía con los jóvenes mozos del barrio, que fuera el mismísimo alcaide de crimen, para el que trabajaba su marido, el que quedara prendado por los encantos de tan bella mujer. Éste que pasó bajo el balcón con la intención de comprar un específico para el dolor de cabeza en la botica sita en los bajos de la casa, perdió el caletre liándose la manta a la cabeza para acabar encamado con la mujer del receptor del que era jefe.

A partir de este primer encuentro el alcaide de crimen encomendaba a su operario judicial distintas tareas que deliberadamente obligaban al cornudo marido a enjaezar su mula y acudir a distintas localidades del extrarradio de Granada. El amancebamiento entre los amantes era la comidilla entre todas las fulanas que ejercían en las distintas casas de lenocinio de la calle de San Juan de los Reyes y que se reunían en el colmado que había en la plaza de San Gregorio frente a la casa del Gato. Las habladurías terminaron por llegar a oídos del marido adquiriendo éste conciencia de su cornamenta. Entró en colera al punto que cegado por la ira el día que el alcaide de crimen lo mandó como ya era costumbre a resolver distintas cuitas a la cercana localidad de Armilla, éste fingió una vez enjaezada la mula que emprendía la marcha hacía Armilla, y volviendo sobre sus pasos regresó descubriendo a los amantes encamados en pleno fragor amoroso. La ira tornó en locura y enajenado apuñaló a los dos amantes quedando éstos sobre el corrompido lecho nupcial yertos y ensangrentados.

Pronto el receptor fue consciente de la gravedad de los hechos, sus leguleyos conocimientos así se lo hicieron saber. Así que de esta guisa cogió la mula aún enjaezada y cruzando por la Puerta de Elvira tomó camino de Madrid en su intento desesperado de salir indemne del doble crimen cometido. Matar a la máxima autoridad judicial de la ciudad era el mayor magnicidio que se podía cometer, era perentorio que él llegara a la corte de Madrid y pedir audiencia con su majestad Carlos III antes de que llegara la noticia del execrable crimen acontecido en Granada. El marido burlado pidió la audiencia arguyendo que tenía que dar cuenta sobre gravísimos conflictos judiciales en la Real Chancillería de Granada. Durante las seis jornadas del camino a Madrid tramó la estratagema que esgrimiría ante el monarca. Y cuando estuvo en audiencia delante del rey le esgrimió un relato metafórico: Su Majestad sí un hombre honrado guardara en la alacena de su casa bajo cuatro llaves y vigilado con su gato lo más preciado de su casa, y comprobara que a pesar de todas las medidas un ratón entró no se sabe por dónde en la alacena y se estaba comiendo su más preciado tesoro ¿qué haría su merced en esta guisa? A lo que raudo respondió Carlos III, sin duda alguna matarlo. Pues su majestad eso mismo hice yo con un ratoncillo que se estaba comiendo el mejor queso de mi casa. Le contó como el Alcaide de crimen mancillaba su honor y su honra beneficiándose a su mujer, confesando así el doble crimen pasional que había comedido. No pudiendo el monarca desdecirse de aquello que había previamente sentenciado y procedió como máxima autoridad del país a perdonar al receptor burlado.

Bajorrelieve de la casa del Gato, ubicado actualmente en el almacén del Palacio de Carlos V (El Independiente de Granada) 

El receptor encargó a un marmolista de vuelta al Albayzín un bajo relieve en el que se representaba un gato que lleva entre sus dientes un ratón y que colocó sobre el dintel de su puerta en la fachada como si se tratará de un escudo heráldico para que todos sus vecinos comprendieran que su honor había sido vengado y restituido. Y es por ello que haya llegado hasta nuestros días este acontecer dramático dejando testimonio en ese callejón sin nombre que desemboca en la cuesta Marañas y que desde entonces conocemos como callejón del Gato. Hoy la casa del Gato ya no existe, en su lugar hay un solar tapiado junto a un paño de la muralla Zirí y el bajorrelieve con el gato y el ratón se encuentra en el almacén del palacio de Carlos V del conjunto alhambreño.

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En tío Bernardo y su armadura


El tío Bernardo era el hermano de mi abuela Mercedes. Éste, como mi abuela, recibió los cuartos que le correspondieron de la herencia de la tía la Rica. Siempre fue así reconocida en mi familia la referida tía de mi abuela. La tía se apodó como la Rica cuando se desposó con uno de los adinerados y rentistas de Granada, se decía que casi la mitad de las casas de la calle San Matías eran de su propiedad, nunca supe si era una exageración propia de quienes siempre fueron muy humildes y que lo más cerca que estuvieron de la opulencia era cuando visitaban a la tía la Rica. Como ésta no tuvo descendencia a su tránsito a mejor vida, sus sobrinos carnales se convirtieron en propietarios. La tía Joaquina compró con la heredad una casa en la plaza de Carvajales, la tía María la del Coliche una casa en el barrio de San Lázaro, aunque poco duró tal riqueza en la casa del pobre, ya que por mor de una bomba de los nacionales durante la guerra fratricida, la casa saltó por los aires, mi abuela se hizo con sus buenas casas en el Pilar Seco y el camino de San Nicolás. Y el tío Bernardo la compró en el barrio del Realejo, en la calle Azacayuela Baja, muy cerca de las torres Bermejas, otrora la puerta que comunicaba el complejo alhambreño con el arrabal judio asentado en la colina del Realejo. Y también adyacente al recoleto enclave del lavadero de la Puerta del Sol. 

El tío Bernardo a pesar de su edad conservaba un buen porte, enviudó y vivía en su casa junto a la soledad como única compañera. Su fama de galán le precedía, algún que otro requiebro acompañado de piropo aun ejercía. De profesión era cocinero y desempeñaba tal quehacer en la cocina del colegio mayor San Bartolomé y Santiago sito en la calle San Jerónimo. Quizás por ello en su casa no faltaban las más ricas viandas, cosa que no era cuestión menor en aquella época de escasez, miseria y hambres. Una vez por semana mi madre acudía a su casa para hacer las faenas de limpieza, no estaba bien visto que el tío Bernardo cogiera la escoba y el traposuelo, no era tarea de hombres tal quehacer. Mi madre a la voz de Miguelín me espetaba para que le acompañara a la casa del tío Bernardo, más tarde comprendí la necesidad de mi compañía. Mi padre sabedor de como le tiraban las faldas al tío Bernardo, a pesar de su edad, no consentía que mi madre fuera sola a visitarlo, mi abuela, a pesar de que tratara de su hermano, era del mismo parecer. Mi madre no cejaba en su empeño de que sus hijos no pasaran hambre y por eso acudía a faenar en la limpieza de la casa del tío Bernardo, pues obtenía como recompensa un hatillo con algunas de las viandas de las que el tío Bernardo hacía acopio de las despensas del colegio mayor. Mientras que mi madre faenaba yo recorría la casa y observaba muchos de los enseres con los que el tío Bernardo arrambló de poco a poco de la casa de la tía la Rica. A cada visita que cursaba a su tía, el tío Bernardo se aprovechaba que ésta estaba postrada en la cama y que ya poco regía, para ir distrayendo de la casa todo tipo de mobiliario y enseres. Los mismos que el resto de sobrinos echaron de menos cuando se produjo el reparto de la herencia.

En todas las familias siempre hay alguien que actúa sin escrúpulos porque nunca queda ahíto de pertenencias y se siente impelido a acaparar. Se alejan de las enseñanzas de la escuela cínica de filosofía, aquella que señala que en la vida lo único que tiene sentido es lo esencial, y todo lo que no lo sea, lo señala como superfluo. Así su máximo representante, Diógenes de Sinope, solo tenía una única pertenencia, una escudilla que usaba para comer, de la que se desprendió al comprender que tampoco le era necesaria cuando observó cómo un niño juntaba y ahuecaba las manos para beber agua de una fuente. El tío Bernardo nunca fue un émulo de Diógenes, no se conformó en distraer enseres de la casa de la tía la Rica, también se quedó con las escrituras de un panteón familiar que la tía tenía en el cementerio municipal de San José, en la parte prominente de uno de los patios centrales. Hasta tal punto lo hizo suyo, que él disponía de quién podía ser inhumado en el mismo. Mi tía Maruja apeló a la magnanimidad del tío Bernardo cuando murió mi primo Pepito siendo aun infante, para que consintiera que allí durmiera el querubín el sueño eterno. 

De todas las pertenencias distraídas por el tío Bernardo la que más despertaba mi interés era la armadura completa que presidía el gabinete de la entrada de su casa. La armadura tenía un natural encaje en la lujosa casa de la tía la Rica, en la casa del tío Bernardo su presencia era una pura estridencia. Una sensación ambivalente me embargaba cuando me situaba frente a ella, de un lado, la curiosidad y mi imaginación me permitían ver al héroe de los tebeos del Guerrero del Antifaz y de otro, el miedo de sentir que tras el yelmo se escondieran los ojos de un espectro fantasmal. 

Con el hatillo de manjares que mi madre guardaba en el cesto y con la moneda de diez reales que el tío Bernardo me dio, enfilábamos hacia la calle Aire Alta y a través de ésta desembocábamos en Plaza nueva y por la Calderería Vieja camino de la Mancha Chica, antes la parada obligatoria en el Vesubio, donde empleaba parte de los diez reales en un cartucho de caramelos y el resto iba a parar a mi alcancía. Aquel día comíamos papas en bicicleta, mi madre no tenía tiempo para más.

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Fábula: Las dos zánganas


En la colmena una larva de abeja obrera terminó de eclosionar. Durante su fase de larva veía desde su celda cómo había celdas más grandes que la suya y que eran alimentadas con ración doble de jalea real. Eran las abejas obreras las que se encargaban de alimentarlos, y digo bien, pues se trataba de las celdas de los zánganos. Celda más grande y doble ración de jalea, se le antojaron a la abeja obrera inmejorables condiciones. Ser zángano rentaba en la colmena pensó la larva de abeja obrera, no era una cuestión baladí en el orden de la colmena. Aspirar a reina tampoco era cuestión menor, pero desde su condición de obrera se le presentaba inalcanzable. La desición estaba tomada sería zángana, no había venido a esta vida para laborar de sol a sol, y así jornada tras jornada. Que si libar flores, que si proteger la colmena de los ataques de las hostiles avispas y de los contumaces avispones, que si alimentar con jalea real a la reina y jalea a las larvas de abejas obreras y de zánganos, que si limpiar la colmena y que si construir las celdas de los panales de cera, una vida tan bregada no era para una zángana tan poco hacendada. El laboreo para mi yo no lo veo, así se decía en su continuo soliloquio interior. Cogió la coraza de quitina de un tórax y un abdomen de un zángano muerto del invierno anterior y se las enfundó y como zángana quedó investida. Ya no tendría que libar de flor en flor ni laborar de sol a sol, ya solo tenía que dedicarse a la holganza y ser alimentada por las abejas obreras con ricos elixires de jalea y de polen y de efluvios de embriagadores néctares. Tenía por delante toda una vida de primavera y verano, que para ella se le antojaba eterna. Cada mañana a mesa y mantel puesto le servían las abejas obreras su desayuno de rica miel, la miel que se comía era la que seis abejas obreras para ella producían. Y ya nada tenía que hacer que no fuera zanganear. Como se aburría de no hacer nada, de tanto en tanto, con el critiqueo se entretenía, que mira esa abeja que un tábano parece, que mira aquella otra que a un gusano no desmerece, y así pasaba revista a todo el enjambre, hasta que un día aquello le pareció muy aburrido y salió por la piquera de la colmena en busca de abrir nuevos horizontes. Y pareció que el Hacedor las crió y ellas solas se juntaron, toda una casualidad que en un revoleteo un zumbido se le acercó por levante y quiso el caprichoso destino que éste procediera de otra zángana mutante. Se hicieron las presentaciones oportunas en la que no escatimaron en contar cada una sus méritos y grandezas, la pompa no faltó y tampoco el boato en este trato. Se hicieron inseparables y cada día se veían, si sed tenían se abandonaban a embriagadores elixires, si hambre sentían por la piquera de la colmena de poniente o la de levante entraban y abundante miel y polen las abejas obreras le disponían. Pasaron los días de primavera y pronto los de verano discurrían sin que nada les faltara a estas zánganas de vocación. Ajenas a todos los males y satisfechas en todos sus requerimientos diarios, nada les preocupaba el porvenir. Todo un enjambre trabajando para ellas, miles de víctimas para zaherir con su comentarios hirientes y maledicientes, qué más podían pedir. Pero mientras que las abejas obreras se preparaban para el crudo invierno, las zánganas pasaban los días entregadas a lo suyo zanganeando como si no hubiera un mañana.

Un día los primeros gélidos vientos del norte agitaron las colmenas y las abejas obreras expulsaron a los zánganos que aún vivían en la colmena y que ya cumplieron su función de fecundar a la abeja reina, y entre todos ellos también iban las dos zánganas. De nada les valió argüir que ellas eran abejas obreras, nadie las creyó, nadie las vio libar, ni proteger y limpiar la colmena, tampoco construir celdas de cera, más bien todo lo contrario las reconocían viviendo a la sopa boba y sin dar un palo al agua. Por mucho que aporreaban la cera de la piquera con la que las abejas obreras sellaron la entrada de la colmena, nadie se apiadó de ellas. Y sobre la escarcha mañanera del día siguiente aparecieron los dos cuerpos inmóviles de aquellas abejas obreras que vivieron como zánganas su vida y que ahora con sus corazas de quitina a su lado, las mismas de las que se habían desprendido en un intento baldío de solicitud de clemencia yacían muertas por el frío.

La oportuna moraleja de la fábula relatada debe tener la enseñanza conveniente, quienes no aceptan su condición y presumen de lo que no son, tarde o temprano la vida las ponen en su sitio, al que nunca debieron renunciar.

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Fábula: la hiena y el asno


Siempre quiso ser inteligente como un delfín, ser astuto como un zorro y poderoso como un león, pero la madre naturaleza no le dio ninguna de estas condiciones, nació hiena y así vivió.
La manada de hienas proveía de presas vivas que entre todas ellas conseguían. La hembra alfa de las hienas dirigía las cacerías, entre todas apabullaban a las presas que previamente aislaban. En la sabana africana los ñus, antílopes y pájaros y serpientes formaban parte de la dieta de las hienas. La manada de la hiena que nos ocupa tenía ochenta miembros, entre estos habían padres, madres, hermanos y primos, una gran familia con estructura de clan. Como digo, eran las hembras alfa las que gobernaban el clan, las hienas tenían una estructura matriarcal. Nuestra hiena tenía aspiraciones de ser hembra alfa, pero ni una cosa ni otra podía ejercer, ya que era macho.


Su frustración no lograba canalizar. Él, hiena macho, nunca podría gobernar su clan. A menudo se le escuchaba gemir y refunfuñar contrariado por no poder dar salida a su aspiración de controlar y mandar en la manada, su risa cada vez era más frecuente, risa maliciosa que avisaba que algo tramaba. Siempre quiso ser mucho más y parecer más en el clan en el que vivía, pero a pesar de sus estrategias que utilizaba para confundir a los miembros de la manada, para enfrentar a unos contra otros y así obtener beneficios propios y manosear así sus voluntades, no conseguía aquello que pretendía. Se le antojaba, llegado a este punto, que su manipulación no conseguiría derrocar a las hienas alfa y ocupar él su lugar en el clan. Pudo resignarse y aceptar la función que la sabía naturaleza le había asignado. Pero así no actuó, y así pues, un día con las primeras luces del sol, emprendió su marcha en solitario y con el rabo entre las piernas se adentró en la sabana. Anduvo durante muchas horas, hasta que el hambre cada vez se le hacía más presente y más fuerte. Reparó que no tenía la manada para cazar presas vivas, veía antílopes que se le antojaban inalcanzables. Sólo, era imposible cazarlos, en su inteligencia y audacia, hasta ahora empleada para manipular a los demás, comprendió que debía poner todo su empeño en el arte del carroñero. Y a ello se entregó en cuerpo alma.


En otro lugar, en una colina próxima a la sabana africana vivía un asno salvaje. Siempre quiso relinchar y con las gráciles y fuertes patas de los alazanes salvajes trotar por la sabana. Pero nació asno, más preciso equus africanus asinus que sería su nomenclatura en latín, ceniciento de color y de grandes orejas, que lejos de relinchar solo podía rebuznar. Se sentía caballo de alta alcurnia atrapado en bestia de carga y siendo uno más en la manada. El don sin din o el querer y no poder.
Los avatares del caprichoso destino hicieron que la hiena y el asno se encontrarán justo al límite de la sabana con la colina. La hiena con su risa maliciosa y sardónica, su hábito carroñero y su vocación manipuladora hizo las veces de anfitrión y de esta guisa se presentó al asno rezongando zalamerías, qué bella estampa se presenta ante mi vista que a un corcel no desmerece y un caballo pura sangre parece. El asno ante semejante agasajo desplegó henchido sus galas en un desmedido pavoneo. Las artes y hechizo de la manipulación habían causado su efecto en el asno, y a partir de ahí la hiena lo pudo manejar a su antojo, tuvo controlada su voluntad.
Si la hiena veía amenazada su integridad por algún animal de la sabana, ponía al asno a rebuznar y a dar coces a diestro y siniestro, y éste lejos de sentirse utilizado, se sentía poderoso sirviendo a su amo. Si la hiena se veía obligada a dar la cara, mandaba al asno como fiel escudero para que a él la suya no se la rompieran. Si olía o veía carroña, mandaba al asno para que se la trajera. Y si barruntaba alguna celada o alguna reyerta, encomendaba al asno para que se quedara en alerta. Y el asno no mostraba atisbo de protesta, al contrario, aceptaba con orgullo su relación con la hiena. Se sentía reconfortado cada vez que la hiena le pasaba la pezuña por su lomo.
Lejos el uno y el otro de su manada, renegando de sus raíces y de los suyos, la hiena y el asno lo apostaron todo a mantener su simbiótica relación. La hiena utilizó al asno y de él sacaba a quien poder manipular y someter a su antojo y el asno como ser servir encontró en la hiena a quien lo valorara y lo utilizara de estilete en todo envite y celada que la hiena tramaba.
Eran tal para cual y por ello para los tiempos de los tiempos en la sabana se los veía vagabundear con la sola compañía de dos abejas zánganas que sobre sus testas revoloteaban y sobre sus orejas zumbaban.
La oportuna moraleja que esta fábula aconseja, y que así sostiene que aquel que de sus raíces se aleja y renuncia a sus principios por pingues ambiciones, rico será en bienes banales y paupérrima queda su alma y yerma su vida espiritual.

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La víspera de todos los Santos y Difuntos


A aquel día mi abuela Mercedes y mi madre ya le habían puesto propósito, para los muertos había que subir al cementerio, sobre todo eran las mujeres enlutadas acompañadas por niños las que lo hacían. Cogido de la mano de mi madre y ésta agarrada del brazo de mi abuela salimos de la Macha Chica de camino a la plaza Bib-Rambla. Era la víspera del día de todos los Santos y Difuntos, iban las dos ataviadas de luto riguroso, mi tío Miguel murió aún no hacía un año. Los lutos se encadenaban los unos con los otros, venían sin avisar, de repente, y lo hacían para quedarse, tanto era así que conminaban a la viuda o la huérfana a acudir con toda su ropa de color al tinte para tintarla de negro riguroso como dios manda, las mujeres tenían que llevar la pena por dentro y por fuera. No sucedía lo mismo con los hombres, cuyos lutos eran aliviados, con una corbata negra, un botón negro en la solapa o un brazalete negro en la manga era suficiente. Antes guardaron el luto por la muerte de mi abuelo Miguel, mis recuerdos de mi madre y abuela siempre tuvieron omnipresente el negro en sus ropas. Al llegar a la Calderería Nueva se pararon en uno de los puestos ambulantes y compraron castañas y boniatos, las primeras para hacerlas cocidas y los segundos para asarlos en el horno de Pepe Rojas en San Miguel Bajo. Habíamos llegado Allabajos y por la Calle Zacatín desembocamos en Plaza Bib-Rambla. Para un niño como yo esta plaza era la plaza de los puestos de juguetes, panderetas y zambombas para las pascuas, del teatro de chacolines y de las Carocas en el Corpus, y de los puestos de flores todo el año y especialmente para el día de todos los Santos. Pararon frente al puesto de la Joaquina, la de la plaza de Carvajales, mi abuela llevaba comprándole flores de muertos toda su vida. Sobre la mesa de mármol del puesto la Joaquina tenía en cubos y barreños de zinc manojos y manojos de crisantemos en remojo. Eran muchos los muertos con los que mi abuela tenía que cumplir poniéndoles flores, así que pidió a la Joaquina que le despachara un ramo de crisantemos rojos y otro de blancos. En la visita al campo santo que cursaríamos por la tarde podían comprar las flores en el mismo cementerio, pero mi abuela solía decir que las gitanas del camino del monte se aprovechaban de la ocasión y eran muy careras. Condios y hasta el año que viene le espetaron mi madre y mi abuela a la Joaquina, y ésta respondió condios vecinas. Sin espera me estaba meando, mi madre me llevó al urinario de mujeres de la plaza, bajamos las escaleras y en el rellano tras una pequeña mesa y sentada en una silla de anea se encontraba la mujer encargada del papel de periódico y de la limpieza de los urinarios. Para mi eran sorprendentes estos retretes bajo la plaza. Mi madre me preguntó si necesitaba algo más pues por una perra gorda la encargada le facilitaba un cacho de hoja de periódico, no hubo necesidad de dicho dispendio.
De camino a la casa mi abuela comentó que el día de todos los Santos se podía visitar la cripta de la catedral y ver todos los enterramientos de personajes principales de Granada, uno de ellos el de fray Hernando de Talavera, primer arzobispo de Granada y confesor de la reina Isabel la Católica.
Ya en la casa, mi abuela preparó un hatillo con todo lo necesario para limpiar las lápidas y las tumbas de los muertos de la familia mientras ponía a cocer las castañas, un acetre con unos trozos de estropajo de esparto y unos cachos de jabón casero. Mi madre llevó los boniatos al horno de San Miguel el Bajo.
Después de comer y con todo preparado acudíamos en excursión al cementerio de San José.
El Cementerio de San José era conocido desde no hacía mucho tiempo con esta denominación, antes se le conocía como el cementerio del Haza de la Escaramuza, aunque popularmente pasó a ser reconocida como el haza del tío Requena, quien fuera el primer guarda del cementerio cuando fue inaugurado el dos de febrero de 1806. Y si prolongamos nuestra mirada retrospectiva más en el tiempo, nos damos cuenta que la costumbre era que los muertos había que tenerlos cerca, pues cuidar las tumbas y visitar a los seres queridos una vez emprendido su tránsito a la vida eterna requería la proximidad. Por eso, las parroquias albayzineras contaron con sus campos santos, San Cristóbal, San Nicolas y San Miguel entre otras, contaron con su lugar para enterramiento. Y así fue durante siglos, la iglesia mantuvo con celo esta prerrogativa de poseer la propiedad de los campos santos por interés dinerario y también por considerar que el asunto funerario era propio de la Iglesia y en ello no debía hurgar el Estado. Y así fue la costumbre en los enterramientos en Granada, hasta que por mor de una epidemia de fiebre amarilla en 1804 aconsejó a las autoridades civiles suspender definitivamente los enterramientos en parroquias y habilitar un espacio civil, público y salubre a las afueras de la ciudad.
Mi abuela siempre fue desconfiada, por eso acudíamos en la víspera de todos los Santos al cementerio para limpiar las tumbas, poner flores y rezar por el eterno descanso de todos los difuntos de la familia. Mi abuela creía que si acudía por la mañana, los visitantes de por la tarde robarían las flores de sus difuntos para ponerlas en sus muertos, por eso aprovechaba la tarde hasta que cerraba el cementerio. Ajeno a todo jugaba con otros niños de otras familias que allí acudían con el mismo propósito, las tumbas en el suelo eran nuestros parapetos y los panteones y columbarios sitios preferidos para jugar al escondite, tampoco le hacíamos ascos a los nichos vacíos junto al suelo y en las primeras alturas. Mi madre y abuela se afanaban en hacer relucir la lápida de mi abuelo, mi hermana les echaba una mano. Los enterramientos de mi familia no requerían el concurso del escalerista, nuestros muertos eran de tumba en el suelo o de panteón familiar, no teníamos ninguno de nicho. Se le podían poner las flores y limpiar las lápidas sin necesidad de escaleras. Pero mis amigos de cementerio y yo podíamos ver a muchos vecinos y conocidos que se dirigían a su nicho mientras tras ellos el escalerista de turno les seguía ataviado con calzón de pana, camisa de franela, zariana orensana, boina calada y con su pava apurada de picadura entre los labios portando una escalera de madera.
A la voz de mi madre que decía, Miguelín, acudí presto. Sobre una rodilla de cocina estaban las castañas cocidas y los boniatos asados para la merienda. Tras los últimos rezos por el alma de los difuntos de la familia y próximo el cierre de las puertas del cementerio mi abuela nos llevaba a todos al patio de los Ángeles para elevar las últimas plegarias por las almas de nuestros difuntos al Señor del Cementerio.
Ya de vuelta en casa mi abuela rellenó la cacerola con aceite en la que lucían las llamas de las mariposas por las almas de nuestros difuntos.

Puestos de flores en Plaza Bib-Rambla
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Toíca la vida


Toíca la vida
Pensamos que el tiempo coetáneo, el que nos toca vivir, el que se vincula con cada uno de nosotros y que solo sabe de aquello que a cada uno nos acontece, es el tiempo universal. Cuando en realidad sólo es aquel que tiene como patrón nuestra propia existencia. Así sucede sobre todo durante nuestra infancia, periodo de la vida en el que cada infante se erige como referente egocéntrico de todo lo que ocurre y acontece en nuestro rededor, bien es cierto que en la tabula rasa infantil es donde con más profundidad se fijan los recuerdos. Así en el Albayzín se decía que aquello que se consideraba imperecedero lo era de toda la vida. El tinte de la calle Gumiel de San José, la Carbonería de la misma calle, los telares de la calle del Pilar Seco, la farmacia y la taberna de la Macha Chica del carril de San Nicolás, el puesto de la Maruja, la taberna del Granizo y Eduardo el zapatero en la calle María de la Miel, el cine Bellavista, la escuela de los cagones y la atarazana en el Camino de San Nicolás, etc., llevaban ahí toda la vida. También Pepico el de los yerros y su mujer Manuela, la culo vaso (por la vista, o por más precisar, por la poca vista), que vivían en las casas de la huerta que había frente al referido tinte de la calle Gumiel de San José, lo mismo que la Culo gordo vivían ahí toica la vida. Y en los mismos términos se refería la gente a la Chocholana en la calle de Santa Isabel, la Pescuezo y la Plasta en la calle Pilar Seco, el Aceites de las casas del Huerto del Carlos, la Pastillas en la plaza de las Azucenas, eran vecinos del Albayzín de toda la vida. Y esto por solo referir a algunos de los moradores del roalillo en el que yo vivía, pues más para arriba, el Jameño, la Rizaica la pescaera, el Sangremuerta, Pepico el de las Inderciones, la Paquita, el Batato, chusmalacatea, cagarrache, pasoslentos, cuatrotiros, colilla, cohetero, culotieso, curiana, bocarradio,

bandurrias, enchufista, mollo, panduro, lagañas, mascota, maeras, pichirriqui, seisdedos, sietecasos, trueno, pichele, pesico, tresrales, veneno, perdigón, muñequita, cojovela, chorrohumo, Antonio el muerto, Antonio y Pepe los tontopeos, la culogordo, la chocholana, la Pastillas, el Oja Pelleja, el sargento colomera, el muela, el paniolla, el

cantehondo, la carbonera, el muillo, los de la Mancha Chica, el coronel, el aceites, María la del compás, Antonio el fresco y Carmela la fresca, Eduardo el Zapatero, el cagalón, Juan Ranas, la marranica, la plasta, el Diamante Rubio, la Malagueña, Antoñico el tonto, la rizaica, la pescuezo, …y muchos más, también eran

albayzineros de toica la vida. Claro que cuando los chaveas hablábamos de toda la vida, realmente era escaso el lapsus temporal al que podíamos referirnos, lo vivido aun no daba para más. De esta guisa cuando yo le contaba a mi primo José Miguel que aún recordaba el carril de la Lona cuando era de tierra, su rictus de incredulidad no daba crédito y me espetaba que él toda su vida lo conocía empedrado. Su aval vivido de cinco años tampoco le conferían los suficientes galones como para hablar del tiempo en términos absolutos. Pero así es, cada uno cuenta la guerra según le va y el tiempo según lo vivido.

Los Albayzineros somos así de tremendos, lo mismo sucede con nuestra habla albayzinera. En este sentido a mi madre nunca le faltó razón cuando decía, en el Albayzín to el mundo habla asín: Guchara, guchillo, toballa, allábajos, inderción, yerros, tiico, malafollá, malafondinga, forfolla, bail, foel, mindil, tilín, mandaos, ennortao, cacico, condíos, espachar, miica, pucherete, fiao, mindola, raspaos, regomello, miajón, gofas, gabina y más allá, estirando este término, salían las gabinas de cochero, eran ejemplos de vocablos y expresiones notorias del habla albayzinera, muy reconocibles en el barrio y poco entendibles fuera. Lo mismo ocurrió cuando las fresqueras y neveras dieron paso a los primeros figoríficos en el barrio, que así se le llamaba. Fue toda una revolución en el barrio, ya no había que salir a la calle para que Antonio el Fresco, entre otros fresqueros, con la barra de hierro al hombro o en su carro tapada con una talega de saco para que no se derritiera, cogiera su hocino y partiera a las vecinas el cuarto o la media barra de hielo para la fresquera. Qué bien lucían los figoríficos en las salitas/comedor de algunas casas, con su pañito de croché encima sobre el que descansaba el estabilizador/transformador que convertía la luz de ciento veinticinco en doscientos cincuenta vatios.

Será una sensación de que todo acontecía con tranquilidad y sosiego, la que me hizo percibir de esta manera el tiempo y su devenir.

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Mi abuela Trini


Mi abuela Trini

Corrala De Santiago

La Corrala de Santiago era un enclave muy reconocido del barrio de Realejo. La calle de las Comendadoras de Santiago era sin duda una de las arterias del barrio por las que transitaban muchos vecinos del Realejo y de otros barrios de Granada. Mi padre transitaba por ella a diario para acudir a la fábrica de sombreros de la calle Solares. Justo pasaba por la puerta de la Corrala dos veces al día, a las cinco de la mañana a la ida y a las siete de la tarde a la vuelta de su trabajo. Sin duda este fue uno de los motivos de discusión de mi padre y mi madre, pues mi madre reconvenía a mi padre por pasar por la puerta de la Corrala y no detenerse para saludar a mi abuela Trini que vivía sola en ella. Manolo, que es tu madre, le decía mi madre y mi padre le respondía que acababa derrengado de su agotadora jornada laboral y que solo quería llegar lo antes posible a casa. Así que eran los domingos cuando íbamos a visitar a mi abuela, después de salir de misa en la Iglesia de San José cogíamos por San Gregorio y cursábamos visita a mi abuela. Mi abuela nos preparaba un refrigerio, morcilla, queso cerdo y salchicha que había comprado en la tienda de Salvador en la misma calle de las Comendadoras, con pan recién horneado en el horno de Ana, también en la calle Santiago. Y me daba diez reales o un duro según tenía el humor y su peculio como aguinaldo. A mi madre siempre le parecía poco, máxime porque lo comparaba con lo que le daba a la Toñi y a la Marilena, mis primas, hijas de me tía Elena. El argumento que esgrimía era que nosotros éramos nietos carnales, mientras que mis primas no lo eran. Realmente solo eran las hijas de su sobrina Elena, a quien cuidó como hija, por mor de las consecuencias truculentas de la fratricida Guerra Civil. La hermana de mi abuela vivía en el pueblo de Cogollos Vega, y al terminar la guerra fue represaliada y pagó las consecuencias del rencor y odio del bando victorioso. A su marido lo metieron en la cárcel por Rojo, ya que defendió su pueblo parapetado en las trincheras del Peñón de la Mata en el asedio de los Nacionales. Y a ella le dieron aceite de resino y medio desnuda impregnada en el hedor de su propia diarrea la exhibieron por todo el pueblo haciéndola pasear de esta guisa, en un cruel paseo ejemplarizante de lo que les pasaba a los encubridores de todos aquellos rojos que se echaron al monte. Finalmente, a los pocos meses del uno de abril, día en el que el Dictador Francisco Franco en su último parte de guerra pronunció las célebres palabras, la guerra ha terminado, tanto la hermana de mi abuela, como su marido, tras el protocolario Paseillo, terminaron en una cuneta sepultados. Dejaron cuatro hijos pequeños, de los que la familia se hizo cargo. De mi tía Elena fue mi abuela la que se ocupó.

Mi madre realmente se hacía cargo de lo que pasó mi tía Elena en su malograda infancia, pero la llevaban los diablos cuando veía en mi abuela cierta predilección hacía las hijas de mi tía Elena, en detrimento de nosotros, sus legítimos nietos. Por lo demás su relación con mi tía Elena y su marido, mi tío Juanito, era muy buena, al caso de que íbamos juntos a muchos sitios con ellos y con sus hijas, a las que siempre traté como mis primas. En una de esas junteras, fuimos en tranvía a Maracena, y yo en los brazos de mi tío Juanito. Durante el viaje mis esfínteres no contuvieron más la orina y acabé meándome sobre mi tío, éste sintiendo la humedad sobre su ropa, le espetó a mi madre, Cándida que el Miguelín se ha meao, a lo que yo balbucí con mi media lengua, sincuenta, sincuenta, y lo hice varias veces. Desde aquel entonces mi tío Juanito siempre me recordaba el meritorio evento, sincuenta, sincuenta,…

A pesar de la disparidad en los aguinaldos de mi abuela, según mi madre lo entendía, mi abuela Trini en los veranos me sacaba del Albayzín y me llevaba algunos días de veraneo a los pueblos de sus familiares. Su hermano Rogelio era vecino de Güevejar, y en su casa pasamos unos días de aquel tórrido verano de 1965. Fue allí donde pude de buena mañana ir con el tío Rogelio y trillar en la era del paraje de los Castillejos. Igualmente le acompañaba por el camino de Calicasas a la grupa de su mula a recoger los garbanzos que tenía sembrados en su haza. Recuerdo que el tío Rogelio durante el trayecto tenía querencia a llevar la mula por el borde del camino, tanto que aupado tras mi tío en la mula veía que íbamos directos a la zanja que discurría al lado del camino. Y así fue la mula perdió la pata delantera y caímos a peso sobre el polvoriento camino. Y cómo no, recuerdo mi inicio en el fumeteo en compañía de mi primo, hijo de la Charito, quien a su vez era hija de mi tía abuela Ascensión, que compró un paquete de Piper mentolado en el quiosco de la plaza de la iglesia, aupado a una noguera que daba sombra al paraje de la Mina en el que había un nacimiento de agua, y al que las mocitas acudían con sus damajuanas a por agua. Eso sí, sin tragarme el humo y disimulando los arranques de tos que me provocaba el tabaco, el pitillo nos lo pasábamos del uno al otro después de cada calada.

También mi abuela Trini me llevó un verano después a Deifontes a la casa de su sobrino Manolo, era hermano de mí tía Elena, y su mujer María, fueron muy buenas las mazorcas de maíz que me comía camino del nacimiento del río Deifontes, traspasando las lindes de los campos labrados. En dicho enclave me refrescaba de los rigores de la canícula. Y luego participaba en la guerra a pedrada limpia contra aquellos nativos zagalillos que me llamaban forastero. Sin duda para ello estaba muy preparado, las piedras y la destreza para usarlas como munición me era familiar por las muchas batallas campales que había mantenido con los chaveas de mi barrio en el huerto del Carlos o el carril de San Nicolás. Después del fragor de la batalla mi tía María junto a mí abuela, me tenían dispuesto un buen plato de papas a lo pobre en el que mojaba un rico pan de pueblo y me chupaba hasta los dedos. Todas estas vivencias de los veranos de mi infancia se las debía a mí abuela Trini.

Mi abuela pasó lo suyo en la postguerra, quedó viuda sin enviudar oficialmente. Se vio obligada a mentir sobre su estado civil. Y pergeñó un relato, que, a juicio de ella, la protegía y también a sus hijos. Sus hijos, Manolo, Pepito, Juanico y la recogida Elena, vivieron como huérfanos sin serlo oficialmente. Y todo porque mi abuelo, según el relato de mi abuela se fue un día a buscar trabajo y ya nunca volvió. Esta añagaza pergeñada por mí abuela, solo pretendía esconder la realidad y evitar que sus hijos fueran perseguidos por tener un padre rojo, que yacía en alguna de las anónimas cunetas que jalonaban la Granada de la postguerra. A saber, el delito de mi abuelo fue militar en la CNT-AIT. Murió por ser fiel a sus ideales anarquistas.

Hotel la Perla

Mi abuela Trini, recompuso como pudo su vida, y se puso a trabajar como limpiadora junto a su hermana Ascensión en el hotel la Perla en la calle Reyes Católicos. Como supo y pudo sacó a sus hijos adelante, uno de ellos deficiente, Juanico, una carga más para sus espaldas y además con el extra de recoger a su sobrina Elena por el asesinato de los padres de ésta. A pesar de todas las fatigas que pasó dispuso de un buen talante y de modo particular se le dio muy bien el cante, a su hermano Rogelio también. Aunque también lo hizo en público, cantando unas saetas al paso de la Virgen de la Amargura por el portal de la corrala de Santiago que quitaban el sentio

Por todas estas vivencias y avatares de la vida de mi abuela Trini, cuando hoy escucho por ahí que hay que olvidar, que hubo muertos y atrocidades en los dos bandos, que se hizo una transición ejemplar en nuestro país. No puedo callar, como lo hizo ella durante toda su vida. Solo puedo decir, desde la serenidad que nada tiene que ver con el resentimiento y la rabia, que el olvido es matar por segunda vez a todos los que perdieron la guerra y que murieron por sus ideales y creencias con la impunidad de sus asesinos. Sin la reparación de los que perpetraron los horribles crímenes en la postguerra nunca habrá reconciliación en nuestro país.

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A ti, maestra funcionaria de carrera


Enhorabuena hija por tu condición de funcionaria

Claro que si, debe ser un orgullo para ti lo que has conseguido y por supuesto para tu madre, para mi y tus hermanos. Un proceso tan largo podría haber permitido que apareciera el desaliento y el desánimo inductor del abandono, pero has sido tenaz y resiliente hasta el final, pocas personas lo consiguen, tu lo has logrado, así que me invade la emoción y la alegría, que aún no puedo casi exteriorizar. Ser funcionaria de carrera no es una cuestión baladí, te permite ser libre, libertad de cátedra que ningún empresario del gremio de la docencia te puede recortar y limitar, el único límite será la propia conciencia y el compromiso personal de luchar por la utopía de que otra educación sea posible. Ahora mi hija en tu condición de funcionaria, y tras procrastinar un rato, se podrá entregar sin cortapisa a este empeño. Aunque resulte presuntuoso de mi parte, ahora que ya ligero de equipaje estoy a punto de salir de esta profesión que me ha dado tanto, entrego el testigo a mi hija de la lucha para que otra educación sea posible y que no solo sea una quimera. Ahora es tu momento, ahora no tienes que demostrarle nada a nadie, ahora que has entrado por la puerta grande (Primera de tu tribunal y segunda de toda Andalucía) a esta bendita profesión, dedícate a disfrutar cada día de ella, sé generosa con ella, pues lo que tú pongas y dediques, los niños y niñas a los que ayudes a crecer como personas te lo devolverán exponencialmente. Ahora piensa que eres dueña de tu destino y que no tienes que rendir cuentas empresariales al patrón, solo tendrás que rendirlas a tu compromiso y conciencia docente y tu responsabilidad de cuidar y mimar lo público. Córdoba te debía una y ahora nos la ha pagado.

En esta glosa de celebración, como buenas personas que somos, no deben caber licencias ajustadoras de cuentas ni vendetas, pero por aquello de que la cabra tira al monte, me permito decir, que le ¡DEN! Que le den a aquella lengua venenosa que enajenada habló un día de que “ya tenemos otra funcionaria en la familia” no siendo su familia la mía, y estando mi hija y yo pasando nuestro particular duelo. Y justificando su fierabras y valedor la cínica conducta aduciendo la gracia que tiene la castellana vieja, sí, gracia, como decía mi madre, gracia en el culo como las avispas. Ahora sí que es verdad, le digo a la castellana vieja, hija del putrefacto veneno, que tenemos una nueva funcionaria en la familia. He esperado cinco largos años para poder decirlo, pero bien está lo que bien acaba. Con la boca bien grande digo, ya tenemos una nueva funcionaria en la familia. Bienvenida al selecto club, espero que pronto se incorpore también Enrique y ya estaremos todos. A celebrarlo en el Carmen de Manuel y Cándida, que seguro que ellos no caben en su gozo, sus nietos para ellos eran su mayor orgullo.

PD: Felón del Mar Muerto y Cinco Calderas, el bedel ya es funcionario de carrera de la Administración Pública Estatal, te lo digo porque no me cabe duda de que te vas a alegrar, y para abundar más en tu gozo mi hijo Enrique acaba de titular como Máster en Educación Secundaria ¿alguien da más? Será el karma el que ha hecho su trabajo. Y la serendipia que también ha hecho de las suyas. Aunque como decía Picasso, las musas nos vinieron a visitar y nos encontraron trabajando.

Maestra de Música, funcionaria de carrera
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