A los niños buscarlos en el Huerto del Carlos


Durante los años sesenta el Huerto del Carlos fue el polideportivo del Albayzín, punto de reunión de niños y jóvenes, sin puertas ni horarios, allí se jugaba y se practicaban toda clase de deportes. Las plazas eran estrechas y las empinadas calles dificultaban la práctica del fútbol, además la gente y algún vehículo con su paso nos interrumpían las mejores jugadas. Por eso el poder disponer de un lugar espacioso donde nadie nos pudiera molestar, fue una bendición para el barrio. Allí coincidíamos los niños de las calles cercanas, pequeños y grandes convivían en casi perfecta armonía. También acudían chavales de zonas más lejanas, de plaza Larga, del Zenete, de la cuesta de la Alhacaba e incluso de Sana Juan de los Reyes y Calderería. Se hacían grandes amistades, al mismo tiempo que se fomentaban las rivalidades entre calles y lugares.

Nuestro fiel articulista Miguel Vicente, vuelve  con su prosa colorista y ocurrente, para deleitarnos con sus andanzas por aquel mágico centro de ocio que fue el divertido “Huerto del Carlos”.


A los niños buscarlos en el Huerto del Carlos

En el Albayzín siempre hubo para la chavalería un lugar prohibido que no se resistió a nuestro envido. Fueron muchas generaciones las que disfrutamos de sus lúdicas instalaciones, fue nuestro particular parque temático en el que sin convocatoria previa acudíamos por instinto telepático. Su localización y emplazamiento a nadie le fue ajeno en su conocimiento. Un lugar dinámico pues cambió en su aspecto y estado según por los chavales fue modificado, una vez que su propiedad se perdió en una truculenta historia de heredad, el Huerto del Carlos fue para el vecindario la mejor recreativa oportunidad, donde en nuestra infancia el tiempo duraba una inmensidad, no como ahora que no dura casi .

Tenía una alberca que en los tórridos veranos por una perra gorda refrescaba a todos los ciudadanos. Apenas hay en mi memoria recuerdo de cuando los porteros llegaron en su uso a ese acuerdo, pero mi hermana y mis primos mayores sí que atenuaron en los veranos en la alberca los calores. De la alberca partía una acequia que a las monjas de Santa Isabel de agua surtía. De ella sí que fijé un recuerdo que hoy en mi remembranza, repleta ésta de añoranza, las latas de atún y todas aquellas que de tamaño eran de escasa dimensión, se convertían en los barcos piratas que navegaban por aquellas aguas bravas en busca de aventuras temerarias.

Cuando las latas no estaban al alcance cualquier palo o palillo competía en carreras que los niños disponíamos en ese aventurero lance. Teníamos que tener cuidado pues el tapial del huerto de las Monjas de Santa Isabel marcaba en cada carrera su final, exigía estar siempre dispuesto a rescatar la embarcación antes de que cruzara este referido rubicón. El curso de este improvisado río no siempre tenía agua, solo los días que tocaba el regadío. Justo al lado del embarcadero había un espléndido magnolio que invitaba a trepar por sus ramas en nuestro afán aventurero. En esta remembranza no quiero dejar de lado a los cipreses que lindaban con la alberca y que unidos los unos con los otros por los más leñosos ramales se convertían en viviendas arborícolas para los más intrépidos zagales. Si las latas de atún tenían como objeto la navegación, las de tomate con su porción de carburo se elevaban a la atmósfera tras una sonora explosión os lo juro ¡qué ocurrencia la de los chavales que ponían en solfa los temperamentos vecinales!

No era de extrañar, que esta aventura tan singular en sus comienzos se le quería poner cierre y final. Los que en su día fueron los caseros del huerto del Carlos lucharon para que los niños no traspasáramos los linderos, pero nosotros con impertérrita vocación con agujeros profanábamos el paredón. Los viejos porteros tapaban día a día los agujeros, hasta que convinieron que no se le podían poner puertas al campo sobre todo cuando eran tantos lo picapedreros que se afanaban haciendo agujeros. Anidó en el ánimo de la vieja y el viejo,

que así los llamábamos, la resignación, lo que no impedía que cuando en sus lindes caía, te rajaban el balón. También algún que otro balón se embarcaba en la huerta de las monjas de Santa Isabel, y sólo por la intercesión de mi madre Candida había devolución, cuando éramos los chavales los que a los porteros implorábamos para que nos dieran el balón apelando a la pena, lástima y otros fueros, igual había devoluciones, que nos devolvían el balón divido en dos porciones. En otras ocasiones acudíamos a la monja tornera, con un acetre de higos secos y además del balón conseguíamos recortes sobrantes de las hostias consagradas en estas cuitas mendicantes.
El suelo se disponía en forma irregular pues distintas alturas proveían la superficie para practicar juegos a las criaturas, los surcos erosionados eran también ilustres invitados, pues cabe recordar que la huerta y la siembra fue durante siglos su destino principal. Tres paratas definían tres superficies llanas que superaban de la calle Pilar Seco el desnivel en las que se practicaban juegos a granel. Las bolas, la lima, el poli, etc. y sobre todo el balompié se practicaban a destajo tanto en la parata de arriba como la de abajo.

Esta última era la más extensa y por ello para los chavales mayores era para las practicas futboleras la más propensa.
Había distintos árboles frutales, los caquis y los membrillos eran en su madurez para los más pillos, demostraban gran habilidad pues tras la certera pedrada la fruta en el aire debía ser recuperada, así se hacia la recolección que en el orden la edad del recolector se imponía como prelación.

Los más pequeños quedábamos los últimos para éstos y otros empeños. Alguna que otra pedrada no alcanzaba su destino y se iba a estampar contra un cristal de algún vecino, en cuyo caso, pies para que os quiero, pues no cabía reparar el fracaso en el tino.

Hablando de pedradas, buenas eran las que usábamos en el huerto del Carlos en nuestras guerras entre pandillas enfrentadas, teníamos nuestras trincheras en los muros de las casas derribadas, en los árboles nuestros parapetos y entre la hierba y la floresta la guarida perfecta. El fuego de artillería daba paso a la infantería y en un periquete salía alguien llorando con su oportuna brecha o lustroso piquete. Hoy este juego se hace con bolas de pintura y cuesta treinta euros por cabeza en Villanueva de Mesía, mientras que nosotros gratis y a pecho descubierto acudíamos a la pedrera porfía. Era muy habitual, en los niños de mi generación, tener cicatrices de las distintas guerrilleras brechas y que aún perduran en nuestras maduras cabezas. Recuerdo una muy especial, ya que el hijo de la lechera de San Miguel con un ladrillo en la cabeza me fue a impactar, aun hoy en día la mala sangre venganza me exigía.

El Huerto del Carlos tenía unas viviendas acopladas que por la calle Pilar Seco tenían sus entradas, la cuestión de heredad también afectó a su propiedad, y quedaron desalojadas al tiempo que la chavalería de ellas se ocuparía, desaparecieron sus puertas y ventanas y los niños en su derribo pusimos nuestro empeño y ganas. Los ladrillos de arcilla maciza servían para hacernos nuestras propias casetas con mucha maña y sin prisa. Los Vicentes no podíamos dedicarnos sólo a ese lúdico menester, como  mi tío nos lo hizo a nuestra corta edad saber, y lo mismo que nuestros padres acarrearon piedras para el feudo comunero sus hijos siguieron por el mismo sendero, nosotros por entonces éramos unos chiquillos que acarreamos por mor del tío al feudo comunero todo tipo de tejas y ladrillos. Son de gratis, el sátrapa nos decía y como el material de acarreo pan no pedía, en alguna reforma el apaño harían ¡Qué tontos e ilusos éramos yo y mi hermano Manolin! Pues creíamos que con el acarreo del material a nuestros padres podíamos beneficiar, cuando en realidad él era único que sacaba tajada de la ladrillera celada.
En el huerto del Carlos no faltaba tampoco presencia perruna, la Fany era por aquel entonces una perra color canela y de temperamento manso, que de toda la chavalería buscaba su compañía y que en la caseta del agua que haciendo esquina con el carril de San Nicolás y Pilar Seco del huerto del Carlos vivía, allí su camada amamantaba y escondía. Siendo su compañero perruno un tal León que cada celo de la Fany ocupaba su lugar oportuno.

El hombre que supo amar fue el título de un largometraje que contó con el huerto del Carlos en la década de los setenta para su rodaje, aun en mi reminiscencia las hogueras tienen presencia, al igual que el actor principal, Timothy Dalton estuvo en el reparto actoral de esta obra coral. Más tarde nuevos avatares cambiaron la fisonomía del huerto del Carlos y de sus lúdicos usos seculares.

Se proyectó un colegio en su terrero que para los albaizineros fue siempre regio, se cavaron muchos agujeros que para los cimientos resultaron hueros, pues se encontraron restos de las distintas civilizaciones que en nuestro barrio fueron encontrando sus respectivas acomodaciones. Destaca la muralla Zirí y junta a ésta distintos restos que quedaron enterrados por el aparacamiento que redujo nuestro querido huerto del Carlos al hormigón y al cemento, restos que se consideraron valiosos para no poder bajar el suelo del aparcamiento, pero no lo suficiente como para ponerles encima una losa de cemento. Miguel Vicente Prados.

Esta entrada fue publicada en Vivencias en el Albayzín y etiquetada , , , , , , , , , , , , , , , . Guarda el enlace permanente.

3 respuestas a A los niños buscarlos en el Huerto del Carlos

  1. Excelente el reportaje que a un albaicinero de adopción que en los años 50 iba al parvulario del carmen de San Nicolás y que conoció las atarazanas en plena producción, le trae unos recuerdos inolvidables. Enhorabuena y un saludo.

  2. juan luis dijo:

    Yo recuerdo que cuando era pequeño ibamos al cole particular en los años 60 que era en san Nicolas donde hoy esta el consultorio medico, ibamos yo mi hermano paquito la hija del frasquito vamos la rubia el padial y muchos chiquillos del barrio, el maestro se llamaba don Francisco y era familia de los de la bodegas espadafor.

  3. José dijo:

    Al tal don Francisco le apodaban «don Berenjena» porque presentaba una prodigiosa calva y se llamaba don francisco Ortigosa Ortigosa. Andaba el curso 1958 /59.

    El tal don Francisco

Deja un comentario